miércoles, 6 de agosto de 2014

Ya no me recen

Por: Víctor Hugo Díaz Xolalpa
Había perdido el coraje, las fuerzas, sus sueños. No entendía que era lo que la animaba a continuar. Ya no era la impotencia, el enojo, la rabia, las ganas de vengarse. La nada, tal vez era eso, el vacío le había arrancado todo eso por lo que  había decidido hacerlo. Pero ahora, justo en el último momento había decidido que no, para qué o por qué continuar hasta el final, sí no valía la pena, no era como él. Demasiado tarde se dio cuenta. La vida ya la había arrancado, por absurdo que se escuche lo único que le quedaba, es decir, la muerte.

Llegó de la escuela como siempre, dejó sus cosas. Fue a la cocina a buscar algo de comer. Una naranja, la última,  la partió a la mitad, le echó sal y chile piquín. Leyó el recado  en la mesa “cuando llegues vas por las tortillas, un kilo”  prendió la tele  aunque no era para mirarla porque andaba bien entrada watsapeando, al poco rato ese incesante intercambio de datos fue interrumpido por una llamada de su mamá;  “no, pero ahorita voy” se levantó y salió.
En la calle aún iba comiéndose lo gajos que quedaban de la naranja, una camioneta de esas lujosas y bien bonita, se le acercó, los vidrios ahumados se bajaron; un gordo, bigotón, feo y con ojeras le preguntó por dónde estaba la Iglesia de la Virgen de la Asunción. Rosario  se tragó  el último gajo y aventó la cascara  junto a un árbol y  con esa misma mano le señaló la iglesia que estaba frente a ellos.
La camioneta siguió delante, ella compró las tortillas. 
Pasó un par de semanas y la rutina de Rosario era la misma, día tras día, aunque  con una pequeña diferencia los fines de semana que no iba a la escuela y no más en la tarde salía a comprar las tortillas. 
Ojos grandes, cabían cien hectáreas de árboles frutales en ellos. Sus labios, eran dulces y jugosos gajos de naranja. Su cuerpo, era el suspiro de todos los morros de la secundaria.  Joven y con hartos sueños. Fantaseaba cuando esperaba en la cola de las tortillas con ser esto o lo otro, aunque a veces se le pasaba por la mente en ser la amante de un narco famoso, como esos de los corridos del Komander  pa' andar en camionetas de esas de lujo y bien bonitas.
Un viernes por la tarde no llegó con el kilo de tortillas, “pinche chamaca a dónde chingados se habrá ido, de seguro ya anda de cusca” decía su mamá a su papá que se tomaba un cerveza mientras veía un partido repetido del mundial.  Llegó la noche y nada que apareció.  
Ahora sí; “Ay mi Chayito” “¿Dónde andara?” “¿Con qué si le paso algo?” “Tranquila vieja de seguro ya se fue con un hijo de la chingada que la sonsacó o con esas pinches pirujas con las que se junta” “Pero no se fue con ellas yo acompañé a mi hermana por las tortillas, no más en lo que fui por unos chetos y salí ya no estaba” “no, pos yo no más alcance a ver cuándo se subía en una camioneta negra, de esas de lujo y bien bonitas”
Al Señor le gustan como tú, jovencitas, bonitas, con ojos grandotes como los tuyos. Mira aquí te tiene como una reina, eres la primera a la que le da tantos lujos. Mírate qué bonito vestido, tus joyas, pos sí te trata bien y tú te quejas de que te tiene aquí encerrada todo el día. ¿Para qué chingados quieres salir? Sí aquí tienes todito.
Ella lloró, se acordó del morrillo que la andaba pretendiendo, la cartita adentro de un sobre con confeti y toda la onda, con una letra que medio se entendía que si quería ser su novia.
Después se hizo a la idea de que así era la perra vida, de que nada le servía seguir lamentándose cuando llegaba el Señor, porque si él la encontraba llorando se la chingaba, se la cogía y quien sabe que tantas cosas que ya luego ni se acordaba.
Pasó el tiempo como un pinche potro desbocado, que ni el polvo levanta de lo rápido que pasa. Rosario se embarazo. Espero nueve meses encerrada en un cuartillo húmedo, con cucarachas, casi sin comida. Ya no era la consentida del Señor. El Señor ya se había encontrado otra, una a la que sí paseaba en sus hartas camionetas, de esas de lujo y bien bonitas. Nació su bebe, el Señor mando por él niño recién nacido.  Rosario sólo escuchó rumores; corneas, hígado, riñones, células madre y quien sabe que tanto por mucho dinero.
Una noche el cielo explotó y parecía que Dios una vez más mandaba un diluvio para castigar a todo este pinche mundo podrido. Pero nada, entre lluvia y relámpagos comenzó el tiroteo y entre la gritadera y la corredera, la sangre y los muertos, Rosario escapó del Señor.
Las sirenas en coro anunciaban la llegada de eso que se le llama justicia. Rosario echaba espuma por la boca cuando de un machetazo decapito a la amante del Señor, esa que tomó su lugar  en las fiestas y las paseadas por la playa. El Señor en una silla, amarrado, con una naranja en la boca, miraba despavorido, jadeaba, se aventaba, intentaba ahora sí, amarla, pero ya no sabía si era el miedo a ella o la muerte que se ponía de frente y le enseñaba los colmillos.
Rosario tomó un sorbo de whisky, le quitó la capucha al hijo del señor, un morrito como de unos diez años, le puso la nueve milímetros en la cien. Sesos, trozos de cráneo y sangre salpicaron  la cara del Señor. Por primera vez Rosario lo vio llorar.
Ahora sí Jesús, te acuerdas cuando me decías que mis padres ya ni rezaban por mí porque ya me daban por muerta, cuando llorando te pedí por la vida de mi bebé… ahora sí, y todo se le nubló a Rosario. 
Quién sabe qué paso por la mente de Rosario, tomo un cuchillo y como si los cuerpos fueran los de un cerdo en el rastro, los abrió en canal, les saco las entrañas y las rego por todos lados y alrededor del Señor.
No entendía lo que hacía, pero no podía detenerse, ya no era el dolor, ni la  impotencia, ni el coraje, ni nada, pero no podía detenerse. Cuando vio todo el reguero de sangre y de pedazos de cuerpos entendió que no valía la pena, que no era como él. 
“Uste’ sabe que ya no le queda nada”, le dijo al Señor mientras lo desataba,  “todo terminó, lo perdono”, le dejo la pistola y le dio la espalda.
Hasta aquí lo lógico era que el Señor tomara la pistola, se le pusiera en la cabeza y jalara del gatillo mientras Rosario salía caminando hacia el amanecer. Pero no pasó eso, el Señor le sonrió a la espalda de Rosario y le dijo;  “Eres bien pendeja”  
Rosario suspiro y sus últimas palabras antes del estruendo fueron, “Ya no me recen”, tal vez pensando en su madre, en el morrillo que la pretendió, en su hermano o en sus amigas. Un rayo atravesó la habitación, el pulmón y el corazón de Rosario. Mientras la mañana se iba aclarando, Rosario antes de dejar la vida comprendió porque lo había hecho, y lo supo, era la muerte lo que al final le quedaba, era su muerte lo que le daba dignidad a la vida que paso con el Señor.
Las sirenas se apagaron, un chingo de policías entraron en el cuarto, fueron por el Señor. Está bien, está bien, está bien, iba corriendo la voz de radio en radio. El Señor está bien. 

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