Por: Víctor Hugo Díaz Xolalpa
Había perdido el coraje, las
fuerzas, sus sueños. No entendía que era lo que la animaba a continuar. Ya no
era la impotencia, el enojo, la rabia, las ganas de vengarse. La nada, tal vez
era eso, el vacío le había arrancado todo eso por lo que había decidido hacerlo. Pero ahora, justo en
el último momento había decidido que no, para qué o por qué continuar hasta el
final, sí no valía la pena, no era como él. Demasiado tarde se dio cuenta. La
vida ya la había arrancado, por absurdo que se escuche lo único que le quedaba,
es decir, la muerte.
Llegó de la escuela como siempre, dejó sus cosas. Fue a la cocina a buscar algo de comer. Una naranja, la última, la partió a la mitad, le echó sal y chile piquín. Leyó el recado en la mesa “cuando llegues vas por las tortillas, un kilo” prendió la tele aunque no era para mirarla porque andaba bien entrada watsapeando, al poco rato ese incesante intercambio de datos fue interrumpido por una llamada de su mamá; “no, pero ahorita voy” se levantó y salió.
En la calle aún iba
comiéndose lo gajos que quedaban de la naranja, una camioneta de esas lujosas y
bien bonita, se le acercó, los vidrios ahumados se bajaron; un gordo, bigotón, feo
y con ojeras le preguntó por dónde estaba la Iglesia de la Virgen de la
Asunción. Rosario se tragó el último gajo y aventó la cascara junto a un árbol y con esa misma mano le señaló la iglesia que
estaba frente a ellos.
La camioneta siguió delante,
ella compró las tortillas.
Pasó un par de semanas y la
rutina de Rosario era la misma, día tras día, aunque con una pequeña diferencia los fines de
semana que no iba a la escuela y no más en la tarde salía a comprar las
tortillas.
Ojos grandes, cabían cien
hectáreas de árboles frutales en ellos. Sus labios, eran dulces y jugosos gajos
de naranja. Su cuerpo, era el suspiro de todos los morros de la
secundaria. Joven y con hartos sueños.
Fantaseaba cuando esperaba en la cola de las tortillas con ser esto o lo otro,
aunque a veces se le pasaba por la mente en ser la amante de un narco famoso,
como esos de los corridos del Komander
pa' andar en camionetas de esas de lujo y bien bonitas.
Un viernes por la tarde no
llegó con el kilo de tortillas, “pinche chamaca a dónde chingados se habrá ido,
de seguro ya anda de cusca” decía su mamá a su papá que se tomaba un cerveza
mientras veía un partido repetido del mundial.
Llegó la noche y nada que apareció.
Ahora sí; “Ay mi Chayito”
“¿Dónde andara?” “¿Con qué si le paso algo?” “Tranquila vieja de seguro ya se
fue con un hijo de la chingada que la sonsacó o con esas pinches pirujas con
las que se junta” “Pero no se fue con ellas yo acompañé a mi hermana por las
tortillas, no más en lo que fui por unos chetos y salí ya no estaba” “no, pos
yo no más alcance a ver cuándo se subía en una camioneta negra, de esas de lujo
y bien bonitas”
Al Señor le gustan como tú,
jovencitas, bonitas, con ojos grandotes como los tuyos. Mira aquí te tiene como
una reina, eres la primera a la que le da tantos lujos. Mírate qué bonito
vestido, tus joyas, pos sí te trata bien y tú te quejas de que te tiene aquí
encerrada todo el día. ¿Para qué chingados quieres salir? Sí aquí tienes
todito.
Ella lloró, se acordó del
morrillo que la andaba pretendiendo, la cartita adentro de un sobre con confeti
y toda la onda, con una letra que medio se entendía que si quería
ser su novia.
Después se hizo a la idea de
que así era la perra vida, de que nada le servía seguir lamentándose cuando
llegaba el Señor, porque si él la encontraba llorando se la chingaba, se la
cogía y quien sabe que tantas cosas que ya luego ni se acordaba.
Pasó el tiempo como un
pinche potro desbocado, que ni el polvo levanta de lo rápido que pasa.
Rosario se embarazo. Espero nueve meses encerrada en un cuartillo húmedo, con
cucarachas, casi sin comida. Ya no era la consentida del Señor. El Señor ya se
había encontrado otra, una a la que sí paseaba en sus hartas camionetas, de
esas de lujo y bien bonitas. Nació su bebe, el Señor mando por él niño recién
nacido. Rosario sólo escuchó rumores;
corneas, hígado, riñones, células madre y quien sabe que tanto por mucho
dinero.
Una noche el cielo explotó y
parecía que Dios una vez más mandaba un diluvio para castigar a todo este
pinche mundo podrido. Pero nada, entre lluvia y relámpagos comenzó el tiroteo y
entre la gritadera y la corredera, la sangre y los muertos, Rosario escapó del
Señor.
Las sirenas en coro
anunciaban la llegada de eso que se le llama justicia. Rosario echaba espuma
por la boca cuando de un machetazo decapito a la amante del Señor, esa que tomó
su lugar en las fiestas y las paseadas
por la playa. El Señor en una silla, amarrado, con una naranja en la boca,
miraba despavorido, jadeaba, se aventaba, intentaba ahora sí, amarla, pero ya
no sabía si era el miedo a ella o la muerte que se ponía de frente y le
enseñaba los colmillos.
Rosario tomó un sorbo de
whisky, le quitó la capucha al hijo del señor, un morrito como de unos diez
años, le puso la nueve milímetros en la cien. Sesos, trozos de cráneo y sangre
salpicaron la cara del Señor. Por
primera vez Rosario lo vio llorar.
Ahora sí Jesús, te acuerdas
cuando me decías que mis padres ya ni rezaban por mí porque ya me daban por
muerta, cuando llorando te pedí por la vida de mi bebé… ahora sí, y todo se le
nubló a Rosario.
Quién sabe qué paso por la
mente de Rosario, tomo un cuchillo y como si los cuerpos fueran los de un cerdo
en el rastro, los abrió en canal, les saco las entrañas y las rego por todos
lados y alrededor del Señor.
No entendía lo que hacía,
pero no podía detenerse, ya no era el dolor, ni la impotencia, ni el coraje, ni nada, pero no
podía detenerse. Cuando vio todo el reguero de sangre y de pedazos de cuerpos
entendió que no valía la pena, que no era como él.
“Uste’ sabe que ya no le
queda nada”, le dijo al Señor mientras lo desataba, “todo terminó, lo perdono”, le dejo la
pistola y le dio la espalda.
Hasta aquí lo lógico era que
el Señor tomara la pistola, se le pusiera en la cabeza y jalara del gatillo
mientras Rosario salía caminando hacia el amanecer. Pero no pasó eso, el Señor
le sonrió a la espalda de Rosario y le dijo;
“Eres bien pendeja”
Rosario suspiro y sus
últimas palabras antes del estruendo fueron, “Ya no me recen”, tal vez pensando
en su madre, en el morrillo que la pretendió, en su hermano o en sus amigas. Un
rayo atravesó la habitación, el pulmón y el corazón de Rosario. Mientras la
mañana se iba aclarando, Rosario antes de dejar la vida comprendió porque lo
había hecho, y lo supo, era la muerte lo que al final le quedaba, era su muerte
lo que le daba dignidad a la vida que paso con el Señor.
Las sirenas se apagaron, un
chingo de policías entraron en el cuarto, fueron por el Señor. Está bien, está
bien, está bien, iba corriendo la voz de radio en radio. El Señor está
bien.
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